Last train to nowhere

El tren atraviesa cientos de ciudades pero, tras dejarlas, uno no conoce nada. Los tendidos ferroviarios, hilos desde las distancias aéreas son extensas franjas que avanzan sin dirección, imborrables. Son también un fragmento detenido en el tiempo que corre a espaldas de las localidades que une. Tras sus muros y sus límites, las sociedades han desplegado sus escenografías y las han actualizado constantemente. El tren es tierra del pasado. Los paisajes repetidos: vías oxidadas, torres oxidadas, paredes de ladrillo con emanaciones vegetales brotando de muchas de ellas. Pastizales, montañas de piedras. Todo es gris y estéril como una serpiente del desierto con sus venas aún activas.

Dentro de sus vísceras se cierne una penumbra sepulcral que acompaña la lentitud del andar incansable hacia la última estación en el corazón de Buenos Aires. Algún edificio pintoresco nos alegra la vista, como un recuerdo inesperado; luego vuelve a afianzarse la deserción de la belleza.

Así es: Desde el tren nada se conoce. Estas venas y arterias renacen cada amanecer a un pasado constante. Afuera el mundo se mueve cada día. El tren perdió la mano que lo asía y sobrevive a la cruel deriva de la orbe.

Quien quiera subirse y vivir la experiencia única del viaje por vías debe ser advertido sin dilaciones: el ferrocarril debe comprenderse en un pasado congelado. En un momento atemporal por el que se moverá con la percepción del mundo real, pero bajo las reglas tácitas de un devenir imposibilitado. El tren mantiene atado a capricho un siglo que ya no existe, excepto en la ficción de sus recorridos eternos.

Última estación.



MAYO 2012